Хитроумный идальго Дон Кихот Ламанчский / Don Quijote de la Mancha - [37]

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–Me sorprende ―dijo Sancho― que vuestra merced no le moliera a golpes al viejo ni le tirara de las barbas.

–No, Sancho amigo ―dijo don Quijote―, no podía hacer eso, porque todos hemos de respetar a los ancianos aunque no sean caballeros y mucho más a los encantados.

Entonces dijo el guía:

–Yo no sé, señor don Quijote, cómo en tan poco tiempo como ha estado allá abajo ha podido ver tantas cosas y hablar tanto.

–¿Cuánto hace que bajé? ―preguntó él.

–Poco más de una hora ―respondió Sancho.

–Eso no puede ser ―dijo don Quijote―, porque allá anocheció y amaneció, y volvió a anochecer y a amanecer tres veces; por lo tanto, he estado tres días.

–Mi señor debe de decir la verdad ―dijo Sancho―, porque como todo lo sucedido es encantamiento, lo que a nosotros nos parece una hora allá debe de parecer tres días con sus noches.

–Así será ―respondió don Quijote.

–Yo creo ―dijo Sancho― que aquel Merlín o aquellos que encantaron a toda la chusma[175] que vuestra merced dice que ha visto allá abajo le han metido en la cabeza todo esto que ha contado.

–Eso no es así ―dijo don Quijote―, porque lo que he contado lo he visto con mis propios ojos. Pero ¿qué dirás, Sancho, cuando te diga que Montesinos me mostró tres labradoras que iban saltando por el campo y que apenas las vi supe que una era la bella Dulcinea del Toboso? Pregunté a Montesinos si las conocía y respondió que no, pero que imaginaba que serían unas señoras encantadas de gran importancia.

–En mala hora y peor día bajó vuestra merced al otro mundo ―dijo Sancho― y en mal momento se encontró con el señor Montesinos, que le ha vuelto de esta manera. Bien estaba aquí hablando y dando consejos a cada paso, y no ahora contando los mayores disparates que puedan imaginarse.

–Como te conozco, Sancho ―respondió don Quijote―, no hago caso de tus palabras.

Capítulo XI

La aventura del barco encantado

Pasaron así la tarde y al llegar la noche se acostaron bajo unos árboles que allí había. Al salir el sol, el guía se despidió de don Quijote y Sancho y ellos siguieron su camino buscando el famoso río Ebro. Dos días después llegaron al río y a don Quijote le gustó contemplar la claridad y abundancia de sus aguas y lo tranquilas que bajaban. Todo hizo traer a su memoria mil amorosos pensamientos. Especialmente recordó lo que había visto en la cueva de Montesinos.

Estaba con esos recuerdos cuando vio un pequeño barco sin remos que estaba atado en la orilla al tronco de un árbol. Miró don Quijote a todas partes y no vio a nadie. Se apeó de Rocinante y mandó a Sancho que se bajara del asno. Preguntó Sancho el porqué de tal cosa y respondió don Quijote:

–Has de saber, Sancho, que este barco me está llamando para que entre en él y vaya a socorrer a algún caballero o a otra persona importante que debe de estar en peligro.

–Pues no sé si llamar disparate a esto que intenta ―respondió Sancho―, porque a mí me parece que este barco no es de encantadores, sino de algunos pescadores de este río, en el que se pescan los mejores peces del mundo.

Sancho ató a los animales y preguntó qué es lo que iban a hacer ahora.

–¿Qué? ―respondió don Quijote―: embarcarnos y cortar la cuerda con que está atado el barco.

De un salto subió don Quijote, y Sancho detrás. El barco se fue apartando poco a poco de la orilla, con gran dolor de Sancho que no podía olvidar a su asno y a Rocinante, que se quedaban en total abandono. Tanto lo sentía que comenzó a llorar y don Quijote le dijo:

–¿Qué temes, cobarde criatura? ¿De qué lloras, corazón de mantequilla? ¿Quién te persigue o qué te falta? ¿Vas caminando a pie o descalzo por las montañas? ¿No vas sentado como un duque navegando por este río, de donde pronto saldremos al mar? Aunque quizá ya hemos salido y navegado por lo menos ochocientas leguas.

–Yo o creo nada de eso ―dijo Sancho―, porque estoy viendo con mis ojos que no nos hemos apartado de la orilla ni cinco metros; y miro y veo que allí están Rocinante y el asno en el lugar que los dejamos.

En esto, descubrieron unos grandes molinos de agua que estaban en la mitad del río. Apenas los vio don Quijote, dijo:

–¿Ves? Allí está la ciudad o castillo donde debe de haber algún caballero apresado, o alguna reina o princesa maltratada, para cuyo socorro estoy aquí.

–¿Qué diablos de ciudad o castillo dice vuestra merced? ―dijo Sancho―. ¿No ve que son molinos de trigo que están en el río?

–Calla ―dijo don Quijote―, que aunque parecen molinos no lo son, que ya te he dicho que los encantamientos lo transforman todo.

En esto, el barco comenzó a ir más deprisa, llevado por la corriente del río. Los molineros, al ver que el barco se iba a meter por entre las ruedas del molino, salieron con largos palos para detenerlo. Como iban con la cara y las ropas cubiertas de harina, los molineros tenían un mal aspecto. Uno de ellos dijo:

–¡Demonios de hombres! ¿Dónde vais? ¿Queréis ahogaros y hacer pedazos estas ruedas de molino?

–¿No te dije yo, Sancho ―dijo don Quijote―, que habíamos llegado donde he de mostrar el valor de mi brazo? Mira cuántos malvados y cobardes nos salen al encuentro; mira cuántos monstruos se me aparecen. ¡Ahora veréis!


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