Хитроумный идальго Дон Кихот Ламанчский / Don Quijote de la Mancha - [45]

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–Hermana mía, si el mismo valor que ahora habéis mostrado para defender la bolsa lo hubieseis mostrado para defender vuestro cuerpo, las fuerzas de Hércules no lo hubieran conseguido. Andad con Dios y no aparezcáis en esta ínsula bajo pena de doscientos azotes.

El hombre le dio las gracias y se fue. Todos quedaron admirados del buen juicio de su nuevo gobernador.

Capítulo XVII

El fin del gobierno de Sancho Panza

Siete días llevaba Sancho en el gobierno de su ínsula y ya estaba harto de juzgar y dar su opinión. Una noche, cuando estaba a punto de dormirse, oyó un gran ruido de voces y campanas. Se sentó en la cama y estuvo atento a ver si descubría la causa de tanto alboroto[198]. Su temor creció cuando empezó a oír sonidos de trompetas y tambores. Salió de su cuarto y vio venir a más de veinte personas con antorchas encendidas y las espadas en alto, gritando:

–¡Alarma, alarma, señor gobernador! ¡Alarma, que han entrado infinitos enemigos en la ínsula, y estamos perdidos si vuestro valor no nos socorre! ¡Tome las armas, vuestra señoría, si no quiere morir y perder toda la ínsula!

–¿Qué sé yo de armas ni de socorros? ―dijo Sancho―. Estas cosas es mejor dejarlas para mi amo don Quijote, que en dos golpes termina con ellas.

–¡Ah, señor gobernador! ―dijo otro―. Tome las armas que aquí le traemos y salga a la plaza y sea nuestro capitán.

Al momento, le pusieron un escudo delante y otro detrás y los ataron con cuerdas, de modo que no se podía mover. Le pusieron en la mano una lanza y le dijeron que, siendo él su guía, todo tendría buen fin.

–¿Cómo voy a caminar ―respondió Sancho― si no puedo doblar las rodillas con esto que me habéis puesto? Lo que tenéis que hacer es llevarme en brazos y ponerme en una puerta, que yo la guardaré con esta lanza o con mi cuerpo.

–Ande, señor gobernador ―dijo otro―; que es el miedo lo que le impide andar. Muévase que ya es tarde y los enemigos aumentan.

Intentó Sancho moverse y se cayó al suelo, quedando como una tortuga encerrada en sus conchas. Pese a todo, los burladores siguieron dando gritos de guerra y pisoteando al pobre gobernador, que si no se hubiera encogido en su armadura lo hubiera pasado mal.

Cuando mayores eran los gritos, se oyó una voz que decía:

–¡Victoria, victoria! ¡Los enemigos se retiran! ¡Levántese, señor gobernador, y venga a gozar del triunfo y a repartir lo que ha dejado el enemigo, y todo por el valor de su invencible brazo!

Ayudaron a Sancho a levantarse, y este dijo:

–Me gustaría saber qué enemigos he vencido yo. Lo que yo quiero es pedir a algún amigo, si es que lo tengo, que me dé un trago de vino, porque tengo sed.

Le trajeron el vino, le quitaron la armadura, se sentó y cayó desmayado. Cuando volvió en sí, comenzó a vestirse en silencio, y una vez vestido se dirigió a donde estaba su asno y después de darle un beso en la frente dijo:

–Venid aquí, compañero y amigo mío, compañero de mis trabajos y miserias. Cuando sólo me preocupaba de vos, dichosos eran mis días; pero desde que os dejé y me subí a las torres de la ambición, todo han sido desgracias y trabajos.

Preparó el asno, se subió en él y dijo a los allí presentes:

–Apartaos, señores, y dejadme volver a mi antigua libertad. Yo no nací para ser gobernador ni para defender ínsulas. Me va mejor podando viñas que dando leyes y defendiendo reinos. Más quiero estar a la sombra de una encina, en libertad, que acostarme sin libertad entre sábanas finas. Vuestras mercedes se queden con Dios y díganle al duque que me voy como entré, sin perder ni ganar. Y ahora apártense que me voy; se me hace tarde.

–Señor gobernador ―dijo el mayordomo―, antes de irse deberá explicar lo que ha hecho en los días de su gobierno, como es costumbre.

–Nadie me lo puede pedir ―dijo Sancho―, si no es el duque, a quien pienso ver para explicarle todo, aunque saliendo desnudo como salgo no serán necesarias las explicaciones para ver que he gobernado bien.

Todos estuvieron de acuerdo y dejaron que se marchara, y se quedaron admirados tanto de sus argumentos como de su firme determinación.

Capítulo XVIII

El extraordinario suceso de la venta

Sancho regresó a castillo de los duques y don Quijote pensó que ya era hora de volver a andar por los caminos, así que despedieron de ellos. Sancho estaba contentísimo sobre su asno, porque el mayordomo del duque le había dado doscientos escudos de oro para los gastos del camino.

Cuando don Quijote se vio el campo, libre, se sintió feliz y dijo:

–La libertad, Sancho, es una de las cosas más preciosas que dio el cielo a los hombres; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra. Por la libertad, así como por la honra, se debe arriesgar la vida; y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.

Al anochecer llegaron a una venta y allí se hospedaron. Se retiraron a su cuarto y, al poco rato, oyó don Quijote decir a través de la pared:

–Mientras nos traen la cena, señor don Jerónimo, léanos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha[199].

Siguió escuchando don Quijote y oyó lo que respondió don Jerónimo:


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