Хитроумный идальго Дон Кихот Ламанчский / Don Quijote de la Mancha - [27]

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–¿Todavía insistes, Sancho ―dijo don Quijote―, en pensar y creer que mi señora limpiaba trigo, cuando ese no es un trabajo de personas principales, destinadas a realizar tareas más importantes? La envidia de algún encantador probablemente transformó las cosas. ¡Oh, envidia, raíz de infinitos males! Todos los vicios, Sancho, traen un cierto placer consigo, pero el de la envidia sólo trae disgustos, rencores y rabia.

–Eso digo yo también ―dijo Sancho―; y pienso que en esa historia que nos contó Carrasco debe de andar mi honra por los suelos[140], aunque yo no he hablado mal de ningún encantador, ni tengo tantos bienes para ser envidiado. Pero que digan lo que quieran, porque desnudo nací y desnudo me quedo, ni pierdo ni gano; me importa un higo[141] que digan de mí en los libros.

–Piensa, Sancho ―dijo don Quijote―, que los caballeros andantes debemos preocuparnos más por la gloria de los siglos venideros que por la fama en el presente. Nuestras obras, Sancho, no han de pasar el límite que nos pone la religión cristiana. Hemos de matar la envidia con la generosidad; la ira, con la calma; el exceso en la comida y el sueño, con el poco comer y dormir; el deseo de la carne, con la fidelidad que guardamos a la señora de nuestros pensamientos; la pereza, andando por todas partes del mundo buscando ocasiones que nos puedan hacer famosos caballeros. Estos son los medios para alcanzar la buena fama.

Con estas razones pasaron la noche y el día siguiente sin sucederles cosa que contar. Al otro día, al anochecer, descubrieron la gran ciudad del Toboso. Don Quijote se alegró mucho, pero Sancho estaba nervioso porque no conocía la casa de Dulcinea, ni la había visto en su vida. Finalmente, don Quijote decidió entrar en la ciudad cuando fuera ya de noche y se quedaron entre unas encinas hasta que llegara la hora.

Era media noche cuando don Quijote y Sancho dejaron el monte y entraron en el Toboso. Estaba el pueblo muy silencioso y tranquilo, porque todos sus vecinos dormían. Era una noche clara. Sancho hubiera querido que fuera una noche oscura, para que la oscuridad le disculpara de no saber dónde estaba la casa de Dulcinea. Se oían ladridos de perros, maullidos de gatos y algún rebuzno. Estos sonidos, que aumentaban con el silencio de la noche, les parecieron un mal presagio[142].

–Sancho, hijo ―dijo don Quijote―, guíame al palacio de Dulcinea; quizá la hallemos despierta.

–¿A qué palacio tengo que guiarle si lo que yo vi era una casa muy pequeña?

–Debía de estar entonces en alguna habitación de su palacio ―respondió don Quijote.

–Señor ―dijo Sancho―, ya que vuestra merced quiere que sea palacio la casa de Dulcinea, ¿es hora esta de hallar la puerta abierta o de llamar para que la abran?

–Hallemos primero el palacio ―dijo don Quijote―, que entonces yo te diré lo que haremos. Y fíjate, Sancho, que yo creo que aquel bulto grande que allí se ve es el palacio de Dulcinea.

–Entonces, guíe vuestra merced ―dijo Sancho―; que cuando lo vea con mis ojos y lo toque con mis manos, lo creeré.

Guió don Quijote y tras avanzar unos doscientos pasos, llegó hasta el bulto y vio una gran torre, y entonces se dio cuenta de que el edificio no era un palacio, sino la iglesia del pueblo.

–¡Con la iglesia hemos dado, Sancho! ―exclamó don Quijote.

–Ya lo creo ―respondió Sancho―. Y quiera Dios que no demos con nuestra sepultura, porque no es buena señal andar por los cementerios a estas horas, y más habiendo yo dicho que la casa de esta señora ha de estar en una callejuela sin salida.

–¡Maldito seas, bobo! ―dijo don Quijote―. ¿En dónde has visto tú que construyan los palacios en callejuelas sin salida?

–Señor ―respondió Sancho―, en cada tierra tienen sus costumbres, quizá en el Toboso suelan edificar los palacios en callejuelas. Déjeme vuestra merced buscar por estas calles, porque tal vez encuentre ese palacio en algún rincón.

–Habla con respeto, Sancho, de las cosas de mi señora ―dijo don Quijote― y tengamos la fiesta en paz[143].

–Está bien ―respondió Sancho―; pero ¿cómo quiere que halle la casa cuando la he visto una sola vez, si no la halla vuestra merced que la debe de haber visto millares de veces?

–Me desesperas, Sancho ―dijo don Quijote―. Ven acá, hereje, ¿no te he dicho mil veces que jamás he visto a la sin par Dulcinea, que jamás entré en su palacio y que sólo estoy enamorado de oídas por su gran fama de hermosa y discreta?

–Ahora lo oigo ―respondió Sancho―. Y digo que si vuestra merced no la ha visto, yo tampoco.

–Eso no puede ser ―dijo don Quijote―. Me dijiste que la habías visto limpiando trigo, cuando me trajiste la respuesta de la carta que le envié contigo.

–No haga casa de eso, señor ―respondió Sancho―; porque ahora le digo que también la vi de oídas y de oídas le respondí.

–Sancho, Sancho ―respondió don Quijote―, tiempo hay para las burlas pero no es ahora el momento. Porque yo diga que no la he visto nunca, no has de decir tú lo mismo, siendo al revés, como bien sabes.

Estando los dos en esta conversación, vieron venir a un labrador que había madrugado para ir a trabajar al campo. Don Quijote le preguntó:


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